Un análisis de las Siete Palabras de Jesús en la Cruz con la
ayuda de Karl Rahner, uno de los más importantes teólogos católicos del siglo
XX, perteneciente a la Compañía de Jesús, que se caracterizó por una enorme
capacidad intelectual y de trabajo, espíritu crítico, y disposición al diálogo.
Primera Palabra:
“PADRE, PERDÓNALOS PORQUE NO SABEN LO QUE HACEN” (Lc 23,34)
Cuelgas de la cruz. Te han clavado. No te puedes separar de
este palo erguido sobre el cielo y la tierra. Las heridas queman tu cuerpo. La
corona de espinas atormenta tu cabeza. Tus manos y tus pies heridos son como
traspasados por un hierro candente. Y tu alma es un mar de desolación, de
dolor, de desesperación.
Los responsables están ahí, al pie de la cruz. Ni siquiera
se alejan para dejarte, al menos, morir solo. Se quedan. Ríen. Están
convencidos de tener la razón. El estado en que estás es la demostración más
evidente: la prueba de que su acto no es sino el cumplimiento de la justicia
más santa, un homenaje a Dios, del que deben estar orgullosos. Se ríen,
insultan, blasfeman. Mientras tanto cae sobre ti, más terribles que los dolores
de tu cuerpo, la desesperación ante tal iniquidad. ¿Existen hombres capaces de
tanta bajeza? ¿Hay, al menos, un punto común entre Tú y ellos? ¿Puede un hombre
torturar así a otro hombre, hasta la muerte? ¿Desgarrarlo hasta matarlo con el
poder de la mentira, de la traición, de la hipocresía, de la perfidia…. y
mantener la pose del juez imparcial, el aspecto del inocente, las apariencias
de lo legal? ¿Cómo lo permite Dios? ¡Oh Señor, nuestro corazón se habría
destrozado en una furiosa desesperación! Habríamos maldecido a nuestros
enemigos y a Dios con ellos.
Sin embargo, Tú dices: “Padre, perdónalos porque no saben lo
que hacen”. ¡Eres incomprensible, Jesús! Amas a tus enemigos y los encomiendas
al Padre. Intercedes por ellos. Señor, si no fuera una blasfemia, diría que los
disculpas con la más inverosímil de las excusas: “no saben”. Sí, sí saben, ¡lo
saben todo! ¡Pero quieren ignorarlo todo! No hay cosa que se conozca mejor que
aquello que se quiere ignorar, escondiéndolo en el subterráneo más profundo del
corazón; pero, al mismo tiempo, le negamos la entrada nuestra conciencia. Y Tú
dices que no saben lo que hacen. Sí, hay algo que no saben: tu amor por ellos.
Segunda Palabra:
“YO TE ASEGURO: HOY ESTARÁS CONMIGO EN EL PARAÍSO” (Lc
23,43)
Agonizas y, sin embargo, en tu corazón rebosante de dolor
hay todavía un sitio para el sufrimiento de los otros. Vas a morir y te
preocupas por un criminal que, atormentado en su martirio infernal, reconoce
que su pena fue merecida por su vida de maldad. El abandono de Dios te ahoga y
hablas del Paraíso. Tus ojos se velan en las tinieblas de la noche y oteas la
luz eterna. Al morir nos preocupamos de nosotros mismos, pues los otros nos
dejan solos y abandonados. Tú, sin embargo, piensas en las almas que deben ir
contigo a tu Reino. ¡Corazón de misericordia infinita! ¡Corazón heroico y
fuerte!
Un delincuente miserable pide que te acuerdes de él y Tú le
prometes el Paraíso. ¿Se puede transformar tan rápidamente con tu proximidad
una vida de pecado y de vicio? Si pronuncias las palabras de absolución se
perdonan hasta los pecados y las bajezas más repugnantes de cada vida criminal.
Nada puede impedir la entrada a la santidad de Dios. Se puede admitir, llevando
las cosas al límite, un poco de buena voluntad, en un pecador, pero su
perversidad, sus instintos viciados, la brutalidad, el fango…, ¡eso no
desaparece con un poco de buena voluntad y con un arrepentimiento fugaz en el
patíbulo! ¡Uno de esa calaña no puede entrar en el Paraíso tan limpiamente como
las almas que se purificaron toda la vida, los santos que prepararon sus
cuerpos y sus almas para hacerlos dignos del Dios tres veces santo! Y, sin
embargo, Tú pronuncias las palabras de tu gracia omnipotente que penetra en el
corazón del ladrón y transforma el fuego infernal de su agonía en la llama
purificadora del amor divino. El amor destruye la culpa de la criatura rebelde.
Y así el ladrón entra en el Paraíso de tu Padre.
Tercera Palabra:
“MUJER, AHÍ TIENES A TU HIJO. HIJO, AHÍ TIENES A TU MADRE”
(Jn 19,26)
Está ya próxima tu muerte, la hora en que tu Madre tenía que
estar cerca de ti. Esta es la hora que une, de nuevo, al Hijo y a la Madre. La
hora de la separación y de la muerte. La hora que arranca a la madre viuda el
hijo único.
Una vez más tu mirada contempla a la tu Madre. No le
ahorraste nada: ni la alegría ni la pena, las dos surgían de tu gracia, las dos
provenían de tu amor. Amas a tu Madre porque te ha asistido y servido en la
alegría y en el dolor; así llegó a ser completamente tu Madre.
Tu Madre, tus hermanos y tus hermanas son los que cumplen la
voluntad del Padre que está en los cielos. A pesar de tu tormento, tu amor
vibra de la ternura terrena que une al hijo y a la madre. En la suprema agonía
de la salvación, te has conmovido por el llanto de una madre. En ese momento,
le has dado un hijo y al hijo una madre. Por esto la tierra nueva será posible.
Pero ella no estaba sola con el dolor de madre a cuyo Hijo
matan, estaba en nuestro nombre como Madre de los vivientes. Ofrecía a su Hijo
por nosotros. Repetía su “fiat” a la muerte del Señor. Era la Iglesia junto a
la cruz. Al entregar la Madre al discípulo amado, nos la has entregado a cada
uno de nosotros.
Señor Jesús, tu muerte no habrá sido inútil si me acojo a
este materno corazón. Estaré presente cuando llegue el día de tus bodas
eternas, en las que la creación, transfigurada para siempre, se unirá a ti para
siempre.
Cuarta Palabra:
“DIOS MÍO, DIOS MÍO, ¿POR QUÉ ME HAS ABANDONADO?” (Mt 27,36)
Se acerca la muerte. No es el final de la existencia
corporal, la liberación y la paz, sino la muerte que representa el fondo del
abismo, la inimaginable profundidad de la angustia y devastación. Se acerca tu
muerte. Desnudez, impotencia horrible, desolación desgarradora. Todo cede,
huye… No existe más que abandono lacerante. Y en esta noche del espíritu y de
los sentidos, en este vacío del corazón donde todo abrasa, tu alma insiste en
llorar. La tremenda soledad de un corazón consumido se hace en ti invocación a
Dios.
¡Seas adorada oración del dolor, del abandono, de la
impotencia abismal, del Dios abandonado! Si Tú, Jesús, eres capaz de orar en
tal angustia, ¿dónde habrá un abismo tal que desde él no se pueda gritar al
Padre? ¿Hay una desesperación que no se pueda hacer oración si busca refugio en
tu abandono? ¿Hay un mudo dolor capaz de ignorar que su grito silencioso sea
escuchado en las moradas celestiales?
Recitaste el Salmo 21 para hacer de tu abandono total una
plegaria. Tus palabras: “Dios mío, Dios, ¿por qué me has abandonado?”. El grito
desgarrador que tu Espíritu Santo puso en el corazón del Justo de la Antigua
Ley. Tú -si me está permitida la explicación-, en el paroxismo del sufrimiento,
no has querido rezar de modo distinto a como lo hicieron tantas generaciones
anteriores a ti. En cierto modo, en aquella Misa solemne que Tú mismo
celebraste como sacrificio eterno has rezado con las fórmulas litúrgicas
consagradas y así has podido decirlo todo.
Enséñame a orar con las palabras de la Iglesia de tal manera
que se hagan palabras de mi corazón.
Quinta Palabra:
“¡TENGO SED!” (Jn 19,28)
El evangelista Juan, que la escuchó, nos cuenta: “Sabiendo
que todo estaba cumplido para que se cumpliera la Escritura, exclamó: ¡Tengo
sed!”. También aquí confirmaste la palabra tomada de los Salmos y que el
Espíritu había profetizado ante tu Pasión. En el Salmo 21 se dice de ti: “Mi
paladar está seco lo mismo que una teja, y mi lengua pegada a mi garganta”, y
en el Salmo 69, versículo 22, está escrito: “En mi sed me han abrevado con
vinagre”.
¡Oh Servidor del Padre, obediente hasta la muerte y muerte
de cruz! Tú miras más allá, incluso en la agonía, en la que el espíritu se
oscurece y desaparece la conciencia clara, intentas ansiosamente hacer
coincidir todos los detalles de tu vida con la imagen eternamente presente en
la mente del Padre. No te referías a la sed indecible de tu cuerpo desangrado,
cubierto de heridas abrasadas y expuesto al sol implacable de un mediodía de
Oriente. Cumplías la voluntad del Padre hasta la muerte con una humildad
inconcebible y digna de adoración. Sí, lo que los profetas habían predicho como
voluntad del Padre se cumple en ti: tengo sed.
Así comprendiste toda la aspereza cruel de tu Pasión: era
una misión que cumplir, no un ciego destino; era la voluntad del Padre, no la
maldad de los hombres; redención de amor, no crimen de pecadores.
Señor Jesús, sucumbes para que seamos salvos. Mueres para
que vivamos. Tienes sed para que restauremos nuestras fuerzas en el agua de la
vida. Nos invitaste a esta fuente cuando en la fiesta de los Tabernáculos
exclamabas: “Si alguno tiene sed venga a mí porque de mi seno correrán ríos de
agua viva” (Jn 7,37).
Sexta Palabra:
“TODO ESTÁ CUMPLIDO” (Jn 19,30)
Está cumplido. Sí, Señor, es el fin. El fin de tu vida, de
tu honor, de las esperanzas humanas, de tu lucha y de tus fatigas. Todo ha
pasado y es el fin. Todo se vacía y tu vida va desapareciendo. Desaparición e
impotencia…. Pero el final es el cumplimiento, porque acabar con fidelidad y
con amor es la apoteosis. Tu declinar es tu victoria.
¡Oh Señor!, ¿cuándo entenderé esta ley de tu vida y de la
mía? La ley que hace de la muerte, vida; de la negación de sí mismo, conquista;
de la pobreza, riqueza; del dolor, gracia; del final, plenitud.
Sí, llevaste todo a plenitud. Se había cumplido la misión
que el Padre te encomendara. El cáliz que no debía pasar había sido apurado. La
muerte, aquella espantosa muerte, había sido sufrida. La salvación del mundo
está aquí. La muerte ha sido vencida. El pecado, arrasado. El dominio de los
poderes de las tinieblas es impotente. La puerta de la vida se ha abierto de
par en par. La libertad de los hijos de Dios ha sido conquistada. ¡Ahora puede
soplar el viento impetuoso de la gracia! El mundo en la oscuridad comienza,
lentamente, a arrebolarse con el alba de tu amor.
Tú que perfeccionas el universo, perfeccióname en tu
Espíritu, ¡oh Verbo del Padre, que cumpliste todo en la carne y con el
martirio! ¿Podré decir en la tarde de mi vida: “Todo está cumplido, he llevado
a su término la misión que me encomendaste”? ¡Oh Jesús, sea cual sea mi misión
que me haya encomendado el Padre -grande o pequeña, dulce o amarga, en la vida
o en la muerte-, concédeme cumplirla como Tú cumpliste todo! Permíteme llevar a
plenitud mi vida.
Séptima Palabra:
“PADRE, EN TUS MANOS ENCOMIENDO MI ESPÍRITU” (Lc 23,46)
¡Oh Jesús, el más abandonado de los hombres, lacerado por el
dolor, es tu fin! Ese final en el que a un ser humano se le llega a quitar
hasta la decisión libre entre el rechazo y la aceptación. Es la muerte. ¿Quién
te arrastra o qué te arrastra? ¿La nada? ¿El destino ciego? No, ¡el Padre! El
Dios que une sabiduría y amor. Así te dejas llevar y te abandonas en las manos
ligeras e invisibles que a nosotros, incrédulos, prendados de nuestro yo, se
nos presentan como el ahogo imprevisto, la crueldad y el destino ciego de la
muerte.
Pero Tú lo sabes: son las manos del Padre. Tus ojos, en los
que ya se ha hecho la noche, son capaces de ver al pare; se han fijado en la
pupila quieta de su amor, y tu boca pronuncia la última palabra de tu vida: “Padre,
en tus manos encomiendo mi espíritu”.
Todo lo devuelves a quien todo te lo dio. Sin garantías y
sin reservas confías todo a las manos de tu Padre. ¡Qué amargo y pesado don! El
peso de tu vida que acarreaste solo: los hombres, su vulgaridad, tu misión, tu
cruz, el fracaso y la muerte. Pero ahora no has de llevarlo por más tiempo;
puedes abandonarlo todo y a ti mismo en las manos del Padre. ¡Todo! Estas manos
sostienen segura y cuidadosamente. Son como las manos de una madre. Acogen tu
alma tan delicadamente como un pajarillo que se alberga entre las manos. Nada
tiene peso. Todo es luz y gracia, todo es seguridad al amparo del corazón de
Dios, donde la pena se puede desahogar en llanto y donde el Padre seca las
lágrimas de las mejillas de su hijo con un beso.
Él mismo cuida y acompaña a sus discípulos y amigos, incluso
en las circunstancias más adversas. Calma su desconcierto en la temible
tempestad del lago, acompaña y llora con Marta y María la muerte de Lázaro, se
compadece de la muchedumbre desorientada que lo sigue… Y sin embargo, ahora,
cuando más lo necesita, cuando se consume clavado en el madero de la cruz, el
que no abandonaba a los suyos se siente abandonado de todos.
Jesús experimenta el abandono de su pueblo. Antes le había
buscado para aclamarlo como Rey, le había recibido exultante y curioso en
Jerusalén… Ahora lo expulsa de la ciudad santa al lugar de la vergüenza. Fuera
de la viña de Israel, fuera de la sociedad políticamente correcta, fuera de la
creación de Dios. Desechado del reino de los poderosos y expulsado al basurero
de los criminales. Colgado en una cruz, sujeto por los clavos, desnudo ante la
gente, expuesto a la deshonra. Jesús es herido por la tortura física de su
cuerpo y ofendido en su dignidad. Ser desnudado en público significaba no ser
ya nadie. Ser ajusticiado en cruz suponía maldición de Dios, tal como enseñaba
la ley judía: Maldito todo aquel que cuelgue de un madero (Dt 21,23). El pueblo
abandona a Jesús. Pueblo mío, ¿por qué me has abandonado?
Jesús experimenta el abandono de sus discípulos. Se fiaba de
ellos porque los amaba. Eran su familia… pero le dejan sólo. Le seguirán de
lejos, perdidos y asustados; marcados por la infidelidad y la cobardía. La
pasión de Jesús es amistad traicionada. Ya en el momento de su agonía en
Getsemaní, mientras todos dormían, Judas, el único despierto, última la
traición. El beso de amor se transforma en signo de odio. Es el auténtico
traidor, que inicia la cadena de entregas hasta el nefasto desenlace del
discípulo y del Maestro, de Judas y Jesús. La perdición de Judas fue la
avaricia, el ansia de poder y la ambición de dinero, la complicidad con los
poderosos y la prepotencia reinante en el corazón de todo hombre, que desde el
inicio de la historia se llama egoísmo. Judas fue vulnerable al dinero y la
traición. Judas, amigo mío, ¿por qué me has abandonado? Pedro tampoco está. Es
víctima de su propia presunción. Se cree fuerte, y es débil; se cree seguro, y
va a fallar; se cree único, y es como todos. Jesús presiente la debilidad del
más fuerte, pero Pedro está seguro de seguirle hasta el final. Cuando en el
camino nocturno de casa en casa y de juicio en juicio, Pedro encuentre la
mirada de Jesús y entre en sí mismo descubrirá su negación traidora y llorará
amargamente. Lágrimas de humildad para ahogar su orgullo. Lágrimas más por sí
mismo que por el Señor. Jesús es víctima del miedo paralizante del que se
quiere sólo a sí mismo, de la cobardía de quienes no quieren exponerse al
juicio de los demás, del temor de aquellos que viven de la opinión engañosa e
hipócrita de la gente. Pedro, ¿tú también? ¿por qué me has abandonado?
Jesús experimenta también el abandono de la justicia. Pilato
gobierna sin otra verdad que su poder. Sabe que ese condenado es inocente. Su
corazón está dividido y sometido a enorme presión política que obliga a
pronunciar sentencia. Pero, prefiere su posición social al derecho. Halaga a la
muchedumbre para canalizar su ansia de poder y ambición. Sigue la cruel
sabiduría de los dominadores que entregan chivos expiatorios a las masas.
Pilato, representante del poder, juez injusto, ¿por qué me has abandonado?
En esta extrema desolación, Jesús se dirige al Padre y grita
el dolor de su abandono: Dios mío, ¿por qué? ¿Por qué me has abandonado? ¿Por
qué soy entregado al horror de la muerte? ¿Por qué te siento ausente ahora?
¿Por qué? Es grito de queja y angustia, no desesperación. Jesús experimenta el
silencio del Padre. Con esta lamentación del salmo 21, Jesús asume en sí el
Israel sufriente, la humanidad que padece el desgarro del sufrimiento y el
drama de la oscuridad de Dios. Es un diálogo íntimo entre Dios y Dios, entre
Padre eterno e Hijo Encarnado. No me deseches, no me abandones, Dios de mi salvación
(Sal 26,9). Pero, en la cruz, Jesús manifiesta la fidelidad a un Dios que
parece ausente e indiferente a nuestro dolor; que ama silencioso en el
sufrimiento; que no se defiende en su respeto infinito al hombre.
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